HERIDO, SANGRANTE, LESIONADO, CASI CIEGO . . . ASÍ LE GANÓ A KATES, ASÍ
SE CONVIRTIÓ EN ÍDOLO.
Edición de la Revista El Gráfico N° 2955 del 26 de
mayo de 1976.
Yo he visto mil muecas espantadas por el horror cuando su sangre comenzó
a bajarle por la cara como una vertiente sin destino.
Yo he visto a su hermano
arrodillarse en el césped del Rand Stadium pidiéndole a Dios su piedad infinita,
a otros humanos tapándose el rostro para ampararse en la ceguera, a cientos de
mujeres con la boca abierta y el rostro transparente por la palidez del miedo,
a sus amigos en el rincón sudando la desesperación, a los periodistas temblar
buscando una explicación.
Yo he visto la noche del 22 de mayo de 1976, aquí, en Johannesburgo,
cómo un campeón mundial, herido, casi ciego, maltrecho y furioso cambiaba el
destino de su vida por la única e invencible razón de los hombres: LA FE.
Después que Richie Kates le
chocara la cabeza abriéndole una herida profunda en forma de “L” sobre el arco
superciliar derecho, Víctor Galíndez había terminado su reinado. Si el referí
Stanley Christodoulou hubiera aplicado el reglamento, las tarjetas computadas
hasta el momento decretarían a Kates como ganador. Si el médico de la Comisión
de Transvaal, doctor Clive Noble, se hubiera impresionado como las 42.125
personas que estaban en el estadio, el dictamen sería el rotundo basta, que
cerraba el capítulo. Si Tito Lectoure hubiera vacilado un solo instante dudando
del coraje de Galíndez, una toalla habría dicho adiós.
Pero esta noche – esta histórica
noche – TODOS SE PUSIERON DE ACUERDO PARA DARLE A GALÍNDEZ LA ULTIMA CHANCE.
Por distintos caminos, sobre distintas pautas y con diferentes argumentos, un
referí, un médico y un manager le dieron la posibilidad para que Galíndez
cruzara la frontera hacia la grandeza.
El referí dijo: FUE ACCIDENTAL,
SI NO SIGUE PELEANDO PIDO LAS TARJETAS.
El médico dijo: LA HERIDA ES
PROFUNDA, PERO NO GRAVE, PUEDE SEGUIR UN POCO MÁS.
El manager (Lectoure) dijo: SI
PARAMOS NOS QUITAN LA CORONA, NO HAY MÁS REMEDIO QUE SEGUIR.
El boxeador, después de tres
minutos de interrupción en aquel dramático tercer round, dijo: “ME DUELE, NO
VEO NADA, PERO DE AQUÍ ME BAJAN MUERTO, AJUSTEME LOS GUANTES TITO. . .”
Y la historia comenzó a cambiar
desde el momento en que el campeón – a partir de hoy, muy buen campeón – apretó
los dientes, disimuló las lágrimas de dolor con la sangre de la herida y
comenzó a transitar con frenético estoicismo la meseta que sembraba su
ilimitaba coraje.
Hasta allí, una pelea: la izquierda de Kates
sustentando la distancia propicia para dominar el ring y la pelea. Una
estructura vertical que esterilizaba las intenciones ofensivas de Galíndez y un
desplazamiento de mínimo gasto físico que le permitiría estar siempre en
posición de descarga con un elegante estilo de peleador sutil, fino. Ventajas
para Kates y panorama expectante para el campeón.
Desde el cabezazo en adelante, otra pelea. Galíndez al ataque
contra el rival, la herida, el tiempo, el médico, el referí y sus fuerzas.
Entre el cuarto y el séptimo round, aquellas miradas de horror se transformaron
en vivos mensajes de admiración. La gente se levantaba de sus asientos y todo
el estadio – menos el sector alto y lejano poblado por negros – comenzaron a
gritar: “Vic – tor, Vic - tor” con ese sonido extraño y emocionante de la
fonética. Si esto se hubiera gritado en “argentino” y en Argentina, el coro
sonaría cálido y contagioso; gritado en inglés o afrikans (idioma local) era
una plegaria sobrecogedora. A medida que Galíndez agrandaba su imagen bajo una
máscara de sangre que teñía todo de rojo a Kates parecía achicársele el
corazón. Lo del 4° asalto fue
excepcional: sin ver más que un bulto movible empezó y terminó tirando golpes.
No me pregunten qué golpes eran, no lo sé, ni podría precisarlos. Eran golpes,
yo creo, de un león herido. En el 5º, Kates intentó retomar una línea de calma
sin prestarse a la pelea frontal y fue desbordado. En el 6º terminó “groggy”
alcanzando por una izquierda en cross después de haber recibido no menos de
seis ganchos a la zona abdominal y en el 7º, como obre de un milagro, después
de una tunda, la campana salvó a Kates del nocaut ya que el referí, en el mismo
rincón del argentino, le contó 9 segundos de caída efectiva al retador de Nueva
Jersey.
Esta noche todo se prestaba para
que Galíndez alcanzara en su quinta defensa la consagración definitiva. Primero
fue autorizarlo a seguir cuando en cualquier ring del mundo le hubieran parado
la pelea después de recibir el cabezazo. Más tarde fue esa caída de Kates
coincidiendo con la campana para que el triunfo fuera menos “fácil”. Y por
último el nocaut – ya llegaremos a eso – cuando faltaban doce segundos para
terminar la batalla. (Fue una batalla, más que un match de boxeo.)
Los títeres de aquel infierno.
Al iniciarse el 8º round me sentí superado. Sabía que no podría volcar
todo cuanto allí pasaba con proficuidad descriptiva. Quería anotar cosas y mi
mano derecha parecía crispada. Quería ver todo y los ojos no me alcanzaban.
Quería escuchar al ámbito y alrededor de mis oídos todo se tornaba ululante,
uniforme, de un mismo carácter. Es más, en un momento me pareció vivir el sueño
sublime de un crítico de boxeo frente al acontecimiento ideal para novelizarlo.
Una pelea dramática con todos los matices. Situaciones cambiantes. El campeón
herido que parece perdido y va remontando, el duende de una instancia – la lesión
– que hace incierta cualquier perspectiva. Un referí bañado con la sangre de
los boxeadores, un público excitado, un reloj demasiado lento para indicar el
final de la epopeya y demasiado rápido para humanizar los descansos.
Veo, aún, el dedo índice de
Lectoure penetrando en los tejidos abiertos de Galíndez para untarlo con una
vaselina coagulante norteamericana que formaba una capa excedente. Veo también
las manos de Cuellito resbalando a toda velocidad sobre las piernas del
campeón. Fijo la prematura del profesor Russo vaciando litros de agua helada
sobre la nuca y los órganos genitales. Los gritos de Bianchi, la histeria de
Roberto, la preocupación del doctor Paladino, que subió varias veces al rincón
y llevó desde el hotel la caja de cirugía en previsión a este accidente. Pero
no es todo: del otro lado, en perfecta diagonal, los esfuerzos por reanimar a
Kates son igualmente desesperados. Joseph Granby le hace aspirar sales que
parecen penetrarle hasta los sesos. Tony Coccaro, el manager, hace flamear la
toalla, como si no alcanzara el viento de la noche para que los pulmones de
Kates recibieran oxígeno. Y John Middleton, accidentalmente ayudante que en las
dos veces anteriores asistió a Galíndez, aprieta la bolsa de hielo contra la
cabeza mota de Kates produciendo un shock de vapor, como el de una plancha
caliente sobre un paño frío, pero al revés. Mientras trato de retenerlo todo,
repaso al árbitro en un rincón neutral: sudoroso con la camisa blanca casi
rasgada y las mangas, los hombros y los puños teñidos de rojo. De las tribunas
parece venir el viento transformado en murmullo, de las butacas emerge el vapor
de la histeria, en la lona muere el sudor del sacrificio. Pienso, mientras
suena la campana del próximo round; ¡que caro es el precio del triunfo! ¡qué
difícil la ambición de ser campeón!
Cómo ganan los campeones.
En esta noche de gloria para Galíndez no sabe la posibilidad de una
pausa para determinar pautas técnicas. Genéricamente ganó porque fue hombre y
campeón. Ganó sintiendo la pelea como una actitud frente a su futuro sabiendo
que se jugaba algo más que un resultado: LA TELEVISACIÓN LE SARIA LA
POSIBILIDAD DE MOSTRARSE EN TODA SU DIMENSIÓN PARA IMPONERSE AL PÚBLICO. Desde
que le ganó a Len Hutchins en Buenos Aires, el campeón no tuvo posibilidades de
conquistar a la gente. Después de Hutchins se habló más de la internación de su
rival que de su triunfo; después de Fourie quedaron críticas escritas y
habladas, pero no vivencias pues no se vieron en Argentina ninguna de sus dos
peleas; contra Ahumada, a quien había vencido por nocaut tres vedes, apenas si
le ganó por puntos en Nueva York sin aportar nada. De sus últimas dos peleas
ante Skog en Oslo y Burnett en Copenhague es poco lo que transcendió. Esta era
la noche en que Galíndez se consagraba o se hundía. Estuvo a punto de hundirse
en el tercer round, cuando la lesión habría terminado o un triunfo por
descalificación inexpresivo o una derrota por puntos lapidaria. Fue triunfo al
mejor estilo de los buenos campeones. Porque después del 10º round el verdadero
rival era la herida y no Kates que, tambaleante, absolutamente groggy, volvió
al rincón al finalizar el 9º tomándose de las cuerdas sin fuerzas en sus puños
ni en su corazón. Cualquier especulador, con el público y las tarjetas a favor,
habría aprovechado para manejar la pelea y no para de pelear. Galíndez, en
cambio, con sus ultimas potencias, siguió jugándose en procura del nocaut. Pudo
ser en el 10º después de un gancho al hígado combinado con un cross de derecha
a la cabeza; pudo ser el 14º con un uppercut de izquierda abajo. FUE EN EL 15º,
en un MOMENTO EN QUE TODOS JUEGAN, MIRAN EL RELOJ, BUSCAN AMARRARSE PARA
TERMINAR O CAMINAN HACIA ATRÁS BAILANDO PARA IMPRESIONAR AL PUBLICO Y LOS
JURADOS DEMOSTRANDO ESTAR EN BUENAS CONDICIONES FÍSICAS. Galíndez ensayó, sobre
el final, un golpe que había practicado mucho en los últimos meses: el directo de
izquierda de abajo hacia arriba. Un golpe de largo recorrido, que va con la
carga del hombro, el apoyo del pie izquierdo, el acompañamiento del torso y
totalmente suelto, como quien pega contra una columna cercana caminando por la
calle. Así tomo a Kates en la definición. Proyectando hacia adelante, como
quien tira la mano para tomar distancias. Llegó plena al mentón y Kates cayó de
espaldas a través de toda la dimensión de su cuerpo con los ojos cerrados, una
respiración y semiabiertos en cruz, la boca entreabierta y gesto quejoso.
Mientras Christodoulou le contaba, Galíndez, consciente de que Kates no se
levantaría, comenzó a festejar el triunfo con frenéticos movimientos. No será
una burla a su adversario, era la celebración del autodesafío ganado.
Sobre el cuerpo vencido de Kates,
el campeón Galíndez apoyaba con seguridad de sus pies en un pedestal que él
mismo está construyendo. Los tiempos futuros dirán si esta sangre viril que
quedó en el ring de Johannesburgo ha servido para que la historia del boxeo le
reserve un lugar.
Los sesenta metros que recorrimos
entre el ring y el camarín fueron el epílogo de una noche inolvidable. Los
sudafricanos llevaron a Galíndez en andas, luego que el locutor dijera en medio
de un profundo silencio: “En la pelea
más fantástica de todas cuantas hayamos visto en Sudáfrica, Víctor Emilio
Galíndez, retuvo su corona por nocaut en el 15º round”.
Yendo detrás de la caravana,
entre apretujones y vítores, volví a sentir aquella extraña sensación de la
impotencia periodística para contarlo todo sin apelar al manual de adjetivos
pegajosos, exitistas, pesados. Yo quisiera terminar sin hablar de grandiosidades
ni estoicismos. Le cuento esto: al salir del estadio miles de personas lo
esperaban para felicitarlo emocionadamente. Le decían cosas como: “Aquí te queremos, Víctor” o “Tú eres un gran campeón”. Bajé la
cabeza, me emocioné, me sentí orgulloso. Y pensé que, en Argentina, miles de
argentinos, sentían lo mismo que yo. . .
Robinson.
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